A nadie le gusta saberse una persona egoísta, a nadie le gusta que se le ponga ese mote del “egoísta del grupo”. Es normal. Pero la realidad es que todos somos egoístas, no solo algunas veces, por el contrario, con mucha más frecuencia de la que nos gustaría.

¿Por qué digo esto? Porque la vida nos pone muy seguido en la posición de serlo. Sin darnos cuenta, de manera constante, la vida nos plantea este desafío: Tienes que ser egoísta, no hay escapatoria, lo que te corresponde definir es con quien lo eres: contigo o con los demás.

Y es muy fácil tomar la decisión equivocada, pues hemos crecido en una cultura que nos exige sutilmente poner a los demás antes que a nosotros. Lo hacemos todo el tiempo, incluso sin darnos cuenta, por ejemplo, cuando a nuestros hijos le decimos, “deja de hacer rabietas porque es molesto para los demás” lo que implícitamente les estamos diciendo es: por favor, reprime tus emociones en favor del bienestar de los demás, siéntete incómodo tú, para que los demás no lo estemos. No nos damos cuenta (yo recién lo hago) y así crecemos. Procurando no sentir, procurando no expresar nuestras necesidades, incluso las más profundas, porque, no vaya a ser que sea desagradable para otros escucharlas.

Hemos crecido en una sociedad que sistemáticamente premia a quienes sacrifican sus necesidades en favor del grupo y castiga a quienes deciden poner su bienestar antes que el de los demás. El grupo (familia, amigos, colegas) es más importante que el individuo. No importa si los seres individuales que componen el grupo se caen a pedazos lentamente, si el grupo NO se daña, entonces muy bien, podemos continuar.

Pero por supuesto, el grupo se daña, si las partes no se encuentran bien, ¿cómo el todo puede estarlo? Permíteme ponerte un ejemplo conocido por todos: hay familias, cuyos esposos son profundamente infelices, pero permanecen juntos en favor de la familia, lo hacen por los hijos, por el que dirán, por las convenciones sociales e incluso por la religión, ¿pero una pareja infeliz puede ser un buen ejemplo para los hijos?

Una familia así está siendo “generosa” con los hijos, con la familia en si, incluso con la sociedad, pero al adoptar esa postura están decidiendo ser egoístas con ellos, individualmente, y el uno con el otro.

Es comprensible no querer ser egoísta, pero me parece que tenemos aversión al egoísmo, solo porque no acabamos de comprenderlo bien, porque nos hemos quedado en la superficie y nos enfocamos en sus aspectos negativos y no en las cosas positivas que de él pueden emanar.

Hagamos una distinción muy sencilla con el egoísmo, para hacer las pases con él.

Existe el egoísmo negativo o egocéntrico y el egoísmo positivo o consciente. El egoísmo negativo es el que empaña al mundo en su situación actual y es el que rechazamos profundamente. Quienes lo practican son el tipo de personas que miran por su beneficio exclusivamente y no tienen reparos en pasar por encima de los demás y afectarlos física, material o emocionalmente. Desde luego, mirar por nuestro beneficio no está mal, competir de manera sana es un motor positivo para los individuos y la sociedad, el problema es enfocarte en el interés propio, sin que te importe dañar a los demás, para conseguir lo que deseas.

En un sentido extremo, el egoísta egocéntrico no puede comprender su éxito sin el fracaso de los demás, creen -con gran ignorancia- que para ganar, primero han de derrumbar a otros. Son personas que sufren de manera profunda, pero a menudo, ni siquiera saben que sufren, pues bloquean esta percepción sistemáticamente.

Pero está este otro tipo de egoísmo, el positivo, ese que practicamos para ser mejores, no mejores que otros, sino mejores que uno mismo y no mejor en un sentido externo, sino interno. Es el tipo de egoísmo que se nos presenta cuando un buen día por la mañana, al despertar, nos damos cuenta de que ya no podemos seguir así, que ya estamos cansados de nosotros mismos, del sufrimiento que nos persigue, de la rabia que no nos abandona, del miedo y de la ansiedad que están siempre esperando a que nos descuidemos, para aparecer.

Y entonces nos damos cuenta de que alcanzamos nuestro límite, que tenemos que ocuparnos de nosotros mismos, porque nadie más lo hará, porque, en realidad, nadie más puede hacerlo. Y al aceptar ese lado egoísta positivo y sano que todos tenemos, comenzamos a cambiar paulatinamente. Comenzamos a percibir todas esas instancias en las que nos hemos negando el derecho a estar bien, en favor de la familia, los hijos, los amigos y con mucha más frecuencia, con la pareja.

Se nos presentan, como destellos, todas esas instancias de auto negación, desde las más pequeñas, como cuando decidiste ver una película en lugar de tomar una siesta que necesitabas, para que tu pareja no se ofendiera; hasta las más grandes, como cuando dejaste de perseguir tus ambiciones para criar a los hijos por la falsa creencia de que sólo pueden ser felices si tú estás a su lado, a cada instante.

Y entonces comienzas a hacer pequeños cambios para equilibrar la balanza: empiezas a modificar algunos hábitos, a ser más indulgente contigo, con tus emociones y tus pensamientos, e incluso, si es necesario, empiezas a apartar a algunas personas de tu vida, las más dañinas, de hecho, las mas egoístas en el espectro negativo.

Practicar esta forma de egoísmo no solo es sano, sino necesario para la transformación personal y en un sentido más amplio, positivo para la sociedad, pues es bien sabido que una persona llena de conflictos, causa conflictos a su alrededor y una persona que ha trabajado en si mismo, comienza a ser una fuente de cambios positivos para los demás.

Así que podemos decir que ser un egoísta consciente, en realidad, es una forma de practicar el altruismo, pues al mejorarte a ti, no solo comienzas a estar bien contigo, sino que tus relaciones (que es básicamente como interactúas con otros) mejoran: de alguna manera se vuelven más genuinas, ya no tratas bien a los demás a pesar de ti, es decir, que eres cálido con otros aunque tu interiormente padezcas, sino que eres amable, porque tu interior está más en paz. Y tampoco eres áspero con otros, por la misma razón, pues cada día, gradualmente, tus conflictos interiores se van erosionando.

Por eso el maestro Budista Ram Dass decía: “No puedo hacer nada por ti, más que trabajar en mi y no puedes hacer nada por mi, más que trabajar en ti.” Y por eso Krishnamurti, el maestro espiritual indio decía que el mundo en el que vivimos (y por lo tanto las relaciones que tenemos) son un reflejo de nuestro interior.

Y así me gustaría terminar la reflexión de esta semana, invitándote a abrazar el egoísmo que llevas dentro, no el egoísmo insano que no le hace bien al mundo ni a ti, sino el otro espectro, el egoísmo positivo, ese que es la puerta de entrada para el crecimiento personal duradero.

Por
José M. Reyes