Séneca hace algunos miles de años dijo que ahí afuera hay demasiados libros mediocres que sólo existen para distraer la mente, de modo que él aconsejaba a sus seguidores: «leer sólo aquellas obras que eran consideradas como excelentes sin la menor duda».

Me pregunto qué diría Séneca si viera el mar de información en el que se ahoga nuestro pensamiento en estos días. Desde luego quedaría perplejo, por supuesto, no para bien.

Los seres humanos tenemos la tendencia a regodearnos en lo que hemos conseguido como especie y el nivel de información que producimos y la velocidad con la que accedemos a ella es uno de los logros que más nos hace henchirnos de orgullo. La información es importante, por supuesto, pero como todo, el exceso de ella produce el efecto contrario. Tolstói, en su Calendario de Sabiduría nos advierte que "es mejor saber pocas cosas, pero buenas y necesarias, que muchas inútiles y mediocres". Pero nosotros, por lo general, vamos en la dirección opuesta: continuamente nos vemos bombardeados por miríadas de contenidos inútiles y mediocres.

Pero dejando el tono moralista de lado y apegándonos a los hechos: ¿consumir información en exceso es realmente dañino para nosotros? La evidencia sugiere que si. Paul Hemp en un artículo del Harvard Business Review, escribe que el creciente volumen de información disponible y la interrupción que produce en nuestras rutinas, puede no sólo afectar negativamente nuestro bienestar personal, sino que también puede nublar nuestra capacidad para tomar decisiones y disminuir nuestra productividad. Un fenómeno que bien podría estar relacionado con el llamado parálisis por análisis. En las esferas de los negocios, el parálisis por análisis se refiere a la incapacidad que experimentan los trabajadores al tomar decisiones y actuar, a causa de una excesiva acumulación de datos y reflexión.

Por otro lado, es tentador pensar que consumir mucha información nos hace más inteligentes, pero desde luego, no hay evidencia que diga que leer mucho nos haga más inteligente. Por el contrario, «incluso hay afirmaciones -escribe Paul Hemp- de que la implacable cascada de información reduce la inteligencia de las personas. Hace unos años, un estudio encargado por Hewlett-Packard informó que los puntajes de coeficiente intelectual de los trabajadores del conocimiento Un trabajador del conocimiento, es un profesional cuyo principal capital para desempeñarse es el conocimiento, por ejemplo, un académico, un abogado, un científico o un programador.  distraídos por correo electrónico y llamadas telefónicas cayeron de su nivel normal en un promedio de 10 puntos, el doble de la disminución registrada por los fumadores de marihuana».

Puesto de una forma simple, el cerebro con el que venimos equipados no está preparado para procesar tanta información con facilidad, por el contrario, exige de nosotros un esfuerzo cognitivo y energético considerable, que puede dejarnos exhaustos y sin la energía que requerimos para tomar decisiones posteriores y actuar. Este no es una situación hipotética, nuestro cerebro supone el 2 o 3 por ciento de nuestro peso corporal total, pero consume el 25 por ciento de la energía corporal cuando el cuerpo está en reposo. Leer, procesar información (comprender), reflexionar, pensar, tomar decisiones y emplear nuestra fuerza de voluntad supone un gasto energético extra, de modo que si gastamos una buena parte de nuestra energía disponible en consumir y procesar información es natural suponer que nos quedará poca cuando necesitemos tomar decisiones y poner manos a la obra.

Hasta ahora, parece que ha quedado claro porque exponer a nuestro cerebro a cascadas interminables de información no es una buena idea: los daños físicos directos e indirectos (como estresarnos por no poder procesar tanta información como nos gustaría) son concretos; sin embargo, hay una línea más, e igual de importante, que nos conviene explorar: ¿cómo afecta a nuestra personalidad y comportamiento la información a la que estamos expuestos?

En el Dhamapada (un libro de sabiduría budista), se nos advierte:

“Lo que somos hoy procede de nuestros pensamientos de ayer y nuestros pensamientos presentes forjan nuestra vida de mañana: nuestra vida es la creación de nuestros pensamientos”.

Pero ¿de dónde vienen los pensamientos que tenemos? En su mayoría, de la información que consumimos. Básicamente, el alimento que le damos a nuestro cerebro hoy, determina en quienes nos convertimos mañana. De modo que la información que consumimos determina la calidad de nuestros pensamientos; y a su vez, nuestros pensamientos ejercen una gran influencia sobre la manera en la que actuamos; y nuestras acciones, como ya sabemos, dictaminan la calidad de vida que tenemos.

Cuidar la información que consumimos, pues, no es un tema de menor importancia, por el contrario, es uno de los mejores hábitos que podemos adoptar.

Nuestro cerebro (a falta de un ejemplo mejor) es similar a una maquina inmensamente sofisticada dedicada a combinar información: nosotros creemos que nuestros pensamientos, juicios, valores y preferencias están determinadas de manera libre, como si nosotros hubiéramos fabricados de manera consciente cada uno de ellos, pero la realidad es que nuestro cerebro produce ideas conjugando la información a la que ha estado expuesto, muchas veces sin que nosotros participemos conscientemente en ello.

Por más originales y creativos que creamos ser, nuestros pensamientos proceden del intercambio de información que tenemos con otras personas, de los contenidos que consumimos, de la información que captamos a través de nuestros sentidos y de la habilidad que nuestro cerebro tiene para combinar todos esos elementos.

Podemos tener pensamientos originales, por supuesto, pero llegamos a ellos de la manera en que Einstein, por ejemplo, formuló su teoría de la relatividad: a través de la acumulación de datos y de como su cerebro procesó y combinó esos datos. En cierta forma, el genio de Einstein se debe a que su cerebro tenía capacidades combinatorias mucho más amplias que las nuestras. Y por supuesto, a que plantó en su mente información sumamente valiosa que le permitió producir ideas brillantes.

Steven Pinker, en su libro la Tabla Rasa, nos recuerda que “del mismo modo que unas pocas notas se pueden combinar para componer cualquier melodía, y unos pocos caracteres se pueden combinar para formar cualquier texto impreso, unas pocas ideas […] se pueden combinar para formar un espacio ilimitado de pensamientos. La capacidad de concebir un número ilimitado de combinaciones nuevas de ideas es la fuente de energía de la inteligencia humana y una clave de nuestro éxito como especie.”

Pero de la misma forma en que los hombres y mujeres que producen ideas brillantes están expuestos a información que eligen con cuidado (eso es algo cierto, desde Einstein hasta Buda y cualquier otro pensador que admires), aquellos hombres que escupen ideas nocivas y destructivas para ellos y para quienes los rodean, se exponen (aun si es de manera inconsciente) a información que fomentan y profundizan esas mismas ideas dañinas.

Y aun más. Nueva evidencia sugiere que los seres humanos somos propensos a ser influenciados por información aunque sepamos que la misma no es real.

En un experimento que condujeron, investigadores de la Universidad de Maryland y de Chicago, dieron a leer a un grupo de personas algunos textos de obras de ficción distópica, como los Juegos del Hambre, mientras que a otro grupo de control no le fue suministrado ningún tipo de información. Lo que encontraron fue sorprendente:

“Aunque eran ficticias, las narraciones distópicas afectaron a los sujetos de manera profunda, recalibrando sus brújulas morales. Comparados con el grupo de control (a quien no se le suministró ningún tipo de información), los sujetos expuestos a las obras de ficción fueron 8 puntos porcentuales más propensos a decir que los actos radicales como las protestas violentas y la rebelión armada podrían ser justificables. También concordaron más fácilmente que la violencia a veces es necesaria para lograr justicia.”

Los investigadores revelaron que un cuerpo creciente de investigación muestra que no hay una distinción fuerte en el cerebro entre la ficción y la no ficción. Las personas a menudo incorporan lecciones de historias de ficción en sus creencias, actitudes y juicios de valor, a veces sin siquiera darse cuenta de que lo están haciendo.

Por supuesto, no planteo esto para sugerir que dejemos de consumir contenido de este tipo, lo hago para demostrar cuan propensos somos a ser influenciados por la información a la que nos exponemos, no importa si esta proviene de fuentes fidedignas o del lapicero de un escritor de ficción. Tal parece que lo que dijo que el escritor Ben Okri es muy cierto:

“Cuidado con las historias que lees o cuentas; sutilmente, de noche, bajo las aguas de la conciencia, están alterando tu mundo".

¿Qué hacemos, entonces? ¿cómo nos conducimos?

Tener una cantidad interminable de información disponible lista para ser consultada en un santiamén, parece una gran bendición, pero por desgracia, contamos con un cerebro poco preparado para navegar ese océano: un cerebro plagado de falencias, que se desorienta y es influenciado con facilidad, dejándonos aturdidos, a veces inmóviles.

Tal parece que en una época de exceso de información, lo más conveniente es someternos a una dieta de información. Una en la que seamos cuidadosos y selectivos con aquello que dejamos entrar a nuestro cerebro. Por mi parte, una de las decisiones más importantes que tomé a principios del 2019, fue la de cortar de tajo cierto tipo de contenidos y enfocarme en adquirir conocimientos que consideraba importantes para mi crecimiento personal.

Hoy casi todo lo que leo gira en torno a la ciencia de las emociones, psicología (especialmente la evolutiva) filosofía y espiritualidad (temas que por otro lado siempre me han fascinado) y en cambio, excluí de mi menú todo lo relacionado con titulares de actualidad: política, economía, crisis internacionales, amarillismo, etcétera. Y en los últimos días, como adiciones a la dieta, comencé a leer acerca de la pandemia y de la crisis climática. Creo que las razones por las que decidí informarme acerca de estos temas no requieren mayor explicación.

Me parece, pues, que el éxito de la dieta de la información depende mucho de cuan claro tengamos los temas que son importantes para nosotros, ya sea por trabajo o porque están alineados con los valores que consideramos importantes en nuestras vidas.

Y hay otros momentos en los que adopto una postura aun más rígida: sustituyo la dieta por el ayuno. Hace unos días mientras me zambullía en el océano de información a causa de la pandemia que enfrentamos, experimenté una suerte de colapso mental: un artículo me llevó a un video y un video a otro más, y al final, sin darme cuenta me descubrí leyendo notas con matices conspiracionistas acerca de porque el Covid-19 es parte de una estratagema sumamente compleja entre corporaciones y gobiernos para diezmar a la población y hacer millones con la cura.

Me sentí agotado mentalmente y con una sensación de hartazgo a causa de toda la información que mi cerebro luchaba por procesar. Quizá te ha pasado lo mismo en estos días y sospecho que a medida que la pandemia se expanda, podríamos encontrarnos en este tipo de situaciones, con más frecuencia de la que nos gustaría. De modo que si a veces la dieta de información no funciona, podemos optar por el ayuno directamente.

Unos días después de este colapso mental, recordé un pasaje de un libro en el que se mencionaba como Buda desanimaba activamente a sus seguidores de caer en la tentadora costumbre de especular demasiado acerca de temas que no tenían la capacidad de comprobar, como el origen del cosmos o que sucede después de la muerte o del funcionamiento preciso de la ley del karma. Buda insistía en que no había necesidad de conocer todo: sabes que sufres, decía, tu objetivo debería ser encontrar una forma de superar el sufrimiento, todo lo demás son especulaciones secundarias.

En un contexto menos metafísico, eso es lo que nos sucede a nosotros: creemos que necesitamos continuar profundizando en mares de conocimiento e información en lugar de poner manos a la obra, pero en realidad, con frecuencia requerimos exactamente lo opuesto: alejarnos de la información, tomar lo que ya sabemos y actuar, pues como bien decía Leo Tolstói:

Más vale saber pocas cosas, pero necesarias, que muchas, pero inútiles y mediocres.

¿Te animas a comenzar una dieta de información?

Por
José M. Reyes