Imagina por un minuto todo lo que la especie humana ha logrado en muy poco tiempo: Hemos comenzado a explorar el espacio exterior, somos capaces de visitar cualquier otro punto del planeta en poco tiempo, tenemos curas para la mayor parte de las enfermedades que existen y estamos ad portas de curar una más a la que siempre habíamos considerado como un proceso natural de la vida: la vejez.

Incluso se han anunciado iniciativas para comenzar con la exploración espacial y en un futuro, esperan no muy lejano, seamos capaces de colonizar otros planetas.

En contraste, resulta curioso cómo los seres humanos, hemos sido incapaces de dominar un reino aun más pequeño, pero igual de relevante: nuestras emociones.

Imagina esto por un instante: nuestros descendientes, en algunos cientos de años vivirán más y tendrán a su disposición otros planetas para vivir. Suena increíble, casi a ciencia ficción, pero ese objetivo es, al menos, hacia donde la ciencia apunta.

Y sin embargo, hay una pregunta que no deja de hacer sombra a todo el progreso que hemos logrado:

¿Cuál es el propósito de vivir más si no podemos asegurar que viviremos una existencia feliz y plena?

Tal parece que los avances que hemos logrado no nos han acercado a conquistar el hito más elusivo de todos: el de la felicidad humana. De hecho, algunos expertos y pensadores modernos se han planteado esta pregunta:

¿Podemos asegurar que somos más felices que nuestros antepasados? Para nuestra sorpresa no hay evidencia que afirme que sí.

Tenemos casas, autos, servicios de salud, educación y más, podríamos concluir que nuestra calidad de vida ha mejorado, pero esa afirmación sólo es válida cuando ignoramos los indicadores clave: qué tan felices, plenos y satisfechos nos sentimos.

La conclusión es inevitable: tenemos existencias más cómodas y seguras que todos nuestros antepasados, pero no somos más felices que ellos.

Te preguntarás, ¿a qué se debe eso? La respuesta podríamos encontrarla en nuestros primeros antepasados: en el ambiente en el que evolucionaron y en cómo ese contexto fue dándole forma a nuestras emociones y sensaciones.

Un mundo diametralmente distinto a la sociedad cómoda en la que habitamos hoy. En ese mundo, la supervivencia era nuestra prioridad, no nuestra felicidad y plenitud.

Durante millones de años nuestro cerebro “programó” a nuestras emociones y sensaciones para cumplir un propósito concreto: ayudarnos a mantenernos con vida y reproducirnos.

Nuestras emociones se convirtieron en un elemento fundamental en el éxito y evolución de nuestra especie. Tenemos mucho que agradecerles. Sin embargo el rápido progreso tecnológico del género humano dio paso a un mundo cómodo y seguro: un mundo para el que nuestras emociones no están optimizadas.

Y para comprender eso, es necesario comenzar un viaje imaginario:

Visualicemos como vivían nuestros primeros ancestros hace millones de años cuando comenzaron a habitar el planeta:

Con toda probabilidad, nuestros antepasados se despertaban apenas el sol comenzaba a asomarse, no porque la claridad les impidiera seguir durmiendo, sino por una razón más importante: aprovechar el día tanto como se pueda, porque la luz del sol los hacía sentir más seguros que la noche.

Al comenzar el día, se organizaban con otros miembros de su manada y salían a cazar, pero sobre todo a recolectar hierbas, semillas y frutos. Siempre vigilantes, porque la realidad es que no eran fuertes, no eran depredadores, por el contrario, eran una especie mediana, sin atributos físicos importantes que les ayudaran a pelear y sobrevivir frente a especies más grandes.

De hecho, más que cazadores, por varios cientos de miles de años fuimos recolectores. Pero aun esa labor entrañaba sus peligros, al recolectar sus alimentos tenían que estar siempre alertas, para no ser emboscados por especies más grandes o por otra manada de humanos dispuesta a quitarles el alimento.

Eran tiempos en los que los cazadores-recolectores podían salir a su jornada para nunca volver. Visualizando ese contexto, es fácil comprender que su cerebro tenía que estar siempre alerta, escaneando el ambiente para identificar amenazas potenciales, en otras palabras, enfocándose en los aspectos negativos del mundo exterior, en lugar de los positivos, una tendencia que parece perpetuarse hasta nuestros días.

Ser felices era una preocupación secundaria para nuestros ancestros y así lo fue durante millones de años.

Tal como dice Tim Urban en su blog "wait but why":

"Nuestros ancestros no pasaban sus años debatiendo acerca de que carrera profesional expresaría mejor su propósito interior. En su lugar cazaban animales, recolectaban hierbas, luchaban contra otras tribus y de alguna manera intentaban tener descendencia, todo esto antes de morir a los 30 años."

Pero los peligros no estaban sólo ahí afuera, en el salvajismo de la naturaleza o en los enfrentamientos entre otras bandas de cazadores-recolectores, el riesgo persistía en su tribu: competían por parejas para reproducirse, competían por alimentos, competían por el lugar más seguro para dormir, en suma, competían por una posición en su grupo que aumentara sus posibilidades de sobrevivir y reproducirse.

En aquel entonces, ser parte de una tribu era fundamental para sobrevivir. Pertenecer a una significaba acceder a comida y protección en un momento en el que ambas eran difíciles de encontrar. Para nuestros ancestros casi nada en el mundo era más importante que ser aceptados por los miembros de su tribu, especialmente por aquellos en posiciones de autoridad.

¿No te suena familiar?

Adaptarse, dominar a los que lo rodeaban y complacer a los que estaban por encima de ellos, significaba que podían permanecer en la tribu. De hecho, uno de los peores escenarios que nuestros antepasados podían enfrentar, era el de ser rechazados y expulsados del grupo.

Resulta claro que, para nuestros ancestros, era de gran importancia pertenecer a un grupo y tan importante como eso, que estatus y reputación tenían dentro del grupo.

Tener una buena reputación, significaba que los demás podían confiar en ellos y eso les garantizaba la permanencia en el grupo. Mientras que el estatus, es decir, su posición dentro de la tribu, estaba relacionada con la cantidad y calidad de los recursos a los que accedían.

Por ejemplo, después de dar caza a un animal, un miembro bien posicionado en el grupo, podía disponer de las mejores piezas para alimentarse, o acceder a un mejor lugar para dormir (no sólo más cómodo, sino más seguro) e incluso a la posibilidad de disponer de más parejas con las cuales intimar y reproducirse.

En mi opinión, observar estos escenarios nos permite inferir que a lo largo de nuestra evolución la naturaleza impulsó el desarrollo de mecanismos para recompensar nuestros intentos para mejorar nuestro estatus y reputación y por otro lado, "castigarnos" con unas emociones y sensaciones desagradables cuando estábamos siendo excluidos de un grupo, o nuestro estatus estaba bajo amenaza.

Esto, por si mismo, explica mucho del comportamiento que exhibimos hoy. Explica, por ejemplo, porque en la actualidad estamos tan atentos a la opinión que los demás tienen de nosotros, porque sufrimos cuando somos rechazados por una pareja potencial o por los amigos, porque cuidamos con tanto celo nuestra reputación y también, porque emprendemos toda clase de esfuerzos para mejorar nuestro estatus.

Y ahora, ha llegado el momento de hacer las distinciones, y mirar los hechos con objetividad:

En el mundo de hoy no corremos ningún tipo de riesgo físico real si alguien mancilla nuestra reputación, si alguien nos rechaza en el trabajo o si no tenemos una posición de autoridad en el lugar en el que estamos... ¿Por qué sufrimos tanto, entonces, cuando algo de esto nos sucede? porque heredamos un cerebro y unas emociones forjadas por millones de años de evolución, que nos hace creer que perseguir y defender ambas cosas se trata de una situación de vida o muerte, porque, de hecho, ese fue el caso para nuestros antepasados.

Y nosotros, humanos modernos, respondemos a esos impulsos sin cuestionarlos.

Sumergirnos en nuestro pasado, entender como surgimos en el mundo y las adaptaciones que desarrollamos para sobrevivir y prosperar, nos ayuda a comprender nuestro comportamiento actual, y sobre todo que estas adaptaciones están optimizadas para responder a un mundo que ya no existe más, y de todo ello podemos extraer una lección muy valiosa: que está en nosotros continuar respondiendo a ellas irreflexivamente o comenzar a trabajar para liberarnos de su poderosa influencia, una influencia, que, por cierto, opera en las aguas del subconsciente.

Muy acertadamente el Doctor Seuss dijo:

"Tienes un cerebro en la cabeza. Tienes pies en los zapatos. Puedes dirigirte a cualquier dirección que elijas."

¿Será sencillo liberarnos de esta influencia? De sobra sabemos que no, pero ahora ya estamos mejor preparados: sabemos que nuestras emociones nos impulsan irreflexivamente (hasta que tomamos consciencia de ello), que muchos de lo que creemos importante en la vida (y que nos hace sufrir), como la búsqueda incansable del estatus, la aceptación de los grupos sociales, nuestra obsesión con el que dirán, y nuestro pavor al rechazo, son una herencia de nuestros antepasados, que les ayudaron a ellos pero que ya no tienen cabida en el mundo de hoy, por lo que nos conviene trascender esa herencia.

Y para lograrlo, propongo desarrollar una mente ecuánime. Déjame explicarte esto brevemente:

En su libro Meditaciones, el filósofo Marco Aurelio reflexiona:

"Se como la roca sobre la que las olas se estrellan y permanece inmóvil, mientras la furia del mar sigue cayendo a su alrededor".

No seas un títere de tus emociones, se recuerda a si mismo el emperador Marco Aurelio.

Pero de manera muy interesante, algunos científicos sugieren algo similar. En su libro "Hábitos de un cerebro feliz" Loretta Graziano plantea lo siguiente:

"Puedes detener un círculo vicioso en un instante. Sólo resiste ese sentimiento de "haz algo" y vive con el cortisol [una de las hormonas asociadas al estrés]. Esto es difícil de hacer porque el cortisol grita por tu atención. No evolucionó para que te sientes con tranquilidad y lo aceptes. Pero puedes desarrollar la habilidad de no hacer nada durante una alerta de cortisol, incluso si este implora que hagas algo para que se marche. Esperar le da a tu cerebro una oportunidad de activar una alternativa. Un círculo virtuoso comienza en ese momento."

Filosofía y ciencia concuerdan, es importante desarrollar una mente ecuánime. Pero como veremos a continuación, la espiritualidad también se suscribe a esta postura.

Parafrasearé a Jack Kornfield, un escritor y maestro budista estadounidense para hacer mi punto:

“Lo que la mayoría de las personas experimentan es una cascada interior, una corriente de emociones. Con la consciencia plena, puedes dejar de tomarte tus emociones tan en serio. Puedes llegar a saber que tus emociones son un buen servidor pero no un buen maestro.
Lo primero que puedes hacer es observar a tus emociones con conciencia plena. Advertirás la naturaleza evanescente de las emociones, que son fugaces, todas impermanentes. Y luego puedes darte cuenta de que solo porque tienes una emoción no significa que tengas que creerla, mucho menos actuar en consecuencia, y ciertamente no quedarte atrapado en la corriente de todas ellas. Observar tus emociones con atención plena trae liberación."

Filosofía, ciencia y espiritualidad concuerdan, es importante desarrollar la habilidad de la que hablaba el emperador Marco Aurelio, la de permanecer inmóviles como rocas en medio del mar.

Y ese es el camino que propongo para liberarnos de las ataduras y los sesgos que nos producen algunas de nuestras emociones más nocivas: cultivar la ecuanimidad, la facultad de no reaccionar en automático ante todo lo que sentimos. Y propongo cultivar esta mente no reactiva, ejercitando nuestra capacidad de tomar consciencia de nosotros mismos y para ello, el mejor ejercicio del que disponemos es la meditación, en especial aquellas variantes que se enfocan en cultivar la atención plena.

Así que, si me lo permites, en ediciones posteriores de este newsletter te proporcionaré algunas instrucciones sencillas para que comiences a practicar la meditación. En esos emails te explicaré el trasfondo científico de esta práctica y te hablaré de algunos estudios en los que se han observado beneficios en múltiples áreas de la salud mental y emocional, desde las adicciones, hasta la depresión. En mi opinión, a medida que se difunda, la meditación será una revolución en las áreas de la salud y si lo quieres ver así, una prueba más de que dentro de nosotros tenemos todo lo que necesitamos para sanar y florecer.

Pero de momento llegamos al final, ya tienes mucha información que procesar, sólo me gustaría recomendarte que en lo que próximos días intentes hacerte consciente de como los impulsos que heredamos de nuestros ancestros dominan nuestra existencia diaria, no que pelees contra ellos y que los expulses de tu mente, sino que los traigas a la luz de la consciencia y que adviertas que no estás en peligro real, que no necesitas reaccionar a ellos en automático, aunque tus emociones y tus impulsos demanden de ti una acción inmediata.

Porque, al final, con independencia de lo que los estudiosos de la evolución concluyan acerca de la naturaleza humana y, por lo tanto, de la naturaleza de las emociones, siempre dependerá de nosotros elegir la vida que queremos vivir.

Por
José M. Reyes