Cuenta un chiste que al Planeta Tierra, después de caer enferma, le comunican un terrible diagnóstico: «Me temo que tienes humanos», le dicen…

Si intentamos resolver los problemas de la sociedad, sin superar la confusión y agresión en nuestro propio estado mental, entonces nuestros esfuerzos sólo contribuirán a los problemas básicos, en lugar de solucionarlos. 

Chögyam Trungpa

Los seres humanos debemos emprender una revolución, pero no una de tipo social, cultural o económica, sino una más profunda, una revolución de orden biológico y natural. Y esta revolución es necesaria no sólo para nuestro bienestar, sino para el bienestar de todo el planeta.

El mundo: la naturaleza, las plantas, los animales, literalmente cualquier forma de vida existente, padece debido a nuestra incapacidad para reformarnos.

Y si queremos encontrar una solución para la encrucijada en la que nos hemos metido y con nosotros a todos los seres vivos, es necesario superarnos.

¿Qué está causando la devastación del planeta? Nuestra desmedida necesidad de consumo, de poseer bienes y de tener experiencias. No pretendo ser concluyente, pero parece evidente que la naturaleza está en desequilibrio a causa de nuestra necesidad por poseer y tener experiencias.

¿Y de dónde viene todo esto? ¿De dónde surgen nuestros deseos descontrolados por acumular posesiones y tener experiencias? De nuestra necesidades humanas básicas de supervivencia: de nuestra necesidad de estatus (ganar más dinero, tener mejores posesiones, visitar países exóticos, cenar en un restaurante de lujo), de nuestra necesidad de ser aceptados y encajar (comprar gadgets de moda, adquirir bienes que le gusten a otros tanto como nos gustan a nosotros) y de lo tergiversada que se ha vuelto nuestra idea de crecimiento personal, en la cual no priorizamos el auténtico crecimiento, sino sólo un vacío sentido de comodidad y seguridad.

Y detrás de todo esto podemos ver la influencia de un cerebro humano inclinado a experimentar sensaciones positivas de corto plazo y de recompensa inmediata. Toda esta frenética búsqueda por poseer cosas y tener experiencias, surge de nuestro apego por experimentar una sucesión interminable de sensaciones agradables y positivas:

Queremos viajar por las sensaciones que nos produce, queremos comer algo delicioso en un lugar fino, por las sensaciones que nos proporciona una buena comida, servida en un lugar con determinadas características. Queremos comprar y comprar cosas porque nos hace sentir bien. Queremos la aceptación del grupo y el reconocimiento social por la sensación tan agradable que nos procura sabernos importantes y queridos.

Todos queremos eso, incluyendo a quien escribe, por supuesto.

El estado actual del mundo, es una consecuencia de nuestra necesidad y apego por las sensaciones placenteras efímeras, no una felicidad genuina, de largo plazo (porque esa búsqueda nos llevaría por un camino distinto), sino de nuestra dependencia inconsciente por estímulos que nos produzcan una sensación agradable, breve, insignificante casi, pero inmediata.

Una sensación agradable que, irónicamente, se habrá de evaporar unos minutos después, porque así es justo como opera el cerebro:

Nuestro cerebro está programado para perseguir sensaciones positivas de corto plazo para después metabolizarlas y enviarnos sensaciones desagradables para que continuemos con nuestra búsqueda de más sensaciones positivas. Sin duda, todo esto es un círculo vicioso destructivo, no sólo para nosotros, sino para el planeta.

La evolución que comenzó hace millones de años cuando comenzamos a poblar el planeta, dio forma a nuestro cerebro, y en algún punto de nuestra historia, la naturaleza encontró que un recurso indispensable para mantenernos con vida, era hacernos experimentar sensaciones agradables (como el placer) y sensaciones desagradables (como el dolor o el miedo) y aun más importante, moldeó como debíamos reaccionar a tales sensaciones: Perseguir aquellas que nos hacen sentir bien y huir de las que nos hacen pasar un mal rato.

Y ese es el cerebro que heredamos, un cerebro apegado a las sensaciones agradables que vive en un mundo moderno donde tenemos a nuestro alcance infinidad de estímulos, para satisfacerlo con prontitud y poco esfuerzo: comida, ropa, viajes, internet, smartphones y más.

¿Cuán peligrosa puede ser esa combinación? Un cerebro proclive al placer sin esfuerzo y un modelo de consumo listo para producir cualquier estímulo que necesitemos, siempre que genere ganancias.

Y así vivimos hoy, rebotando de un estímulo a otro, incapaces de escarbar en nuestra profundidad porque la vorágine de estímulos externos nos impiden sentarnos con tranquilidad y disfrutar de nuestra existencia.

Blaise Pascal hace casi quinientos años dijo que: "Todos los problemas de la humanidad provienen de la incapacidad del hombre para sentarse en silencio en una habitación sola".

No puedo imaginar lo que habría dicho hoy.

Esa, en cierta forma, es nuestra naturaleza, es la herencia que nos fue dada por nuestra evolución. Y de nuestra naturaleza, se pueden decir las peores cosas, tomemos como ejemplo esto que leí hace poco:

"El hombre es un depredador cuyo instinto natural es matar con un arma. Es la guerra y el instinto de territorio lo que ha llevado a los grandes logros del hombre occidental. Los sueños pueden haber inspirado nuestro amor por la libertad, pero solo la guerra y las armas lo han hecho nuestro. Robert Ardrey

Robert Ardrey

Es cierto que en nuestra naturaleza podemos encontrar algunas de las costumbres más destructivas para la vida (ciertamente ninguna otra especie en el planeta tiene tanta capacidad para destruir como la nuestra), pero sería injusto -además de muy miope- decir que sólo tenemos propensión para la aniquilación.

La historia, nuestra historia, es una muestra de que los hombres podemos exterminar, tanto como crear, de odiar tanto como amar y de hacer sufrir a otros, tanto como podemos ser genuinamente compasivos con cualquiera que lo necesite.

Esa, de hecho, es nuestra naturaleza, por razones divinas o biológicas, venimos al mundo equipados para expresar los valores mas elevados de la existencia, y también los más oscuros. Y en cierta forma, cuál de los dos expresemos, se reduce a la decisión que cada uno de nosotros tome.

Pero ciertamente no se trata de una decisión fácil y cómoda, por eso el filósofo Nietzsche decía que "Al hombre le ocurre lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo — hacia el mal.

Yo no creo, genuinamente no creo, que seamos propensos al mal, pero si creo que el hombre moderno -debido a que el hombre primitivo priorizó su supervivencia y el ahorro de energía durante millones de años- es propenso al poco esfuerzo, al placer, a la comodidad, al poder y al estatus. Y el apego a todo esto, como hemos visto, tiene consecuencias negativas, para nosotros y para el planeta.

Y eso es justo lo que debemos trascender, esa es la revolución que el mundo demanda: necesitamos trascender nuestra naturaleza primitiva, necesitamos trascender nuestra propensión al poco esfuerzo y el apego por las sensaciones agradables de corto plazo.

A menudo cuando escuchamos hablar de la evolución del ser humano, lo hacemos, sobre todo, desde 2 perspectivas: en una el dominio tecnológico nos hace llegar a niveles insospechados: conseguimos prolongar nuestra vida, nos volvemos híper inteligentes e inmunes virtualmente a cualquier enfermedad, incluida la vejez... o tenemos esta otra perspectiva en la que se nos es revelada nuestra naturaleza divina y la encarnamos: nos volvemos uno con dios, uno con la naturaleza y uno con el universo.

Pero creo que antes de llegar a cualquiera de esos estados (la meditación y el estado actual de la ciencia demuestran que ambas cosas son virtualmente posibles), debemos alcanzar otro tipo de evolución, una evolución más humana, más biológica, más a nuestro alcance: Trascender nuestros instintos de supervivencia y de apego al placer inmediato, de rehacer lo que nos fue dado por la evolución y la selección natural y actualizarnos para adaptarnos a lo que necesita el mundo de hoy: seres humanos maduros y conscientes, no adolescentes que van detrás de todo lo que les cause satisfacción temporal, sin medir la consecuencia de sus actos.

Para mi no es una cuestión de bien versus mal, de si descendemos del mono o tenemos una naturaleza divina, de si nuestra naturaleza es esencialmente mala o buena, para mi es una cuestión de biología: El planeta está así porque hemos sido incapaces de trascender lo que la evolución nos heredó.

Y también hay que decirlo, hemos sido incapaces, sólo por una razón: porque no hemos tomado la decisión de hacerlo, porque tomar esa decisión implica mucho esfuerzo, muchos cambios, y como sabemos, el cerebro, por economía, detesta el esfuerzo y los cambios.

Pero al final, todo está en nosotros, queramos aceptar la responsabilidad o no. Epicteto, el filósofo griego decía que nuestro "don más eficaz", lo que distingue a los humanos de otros animales, la esencia de la naturaleza humana, es la facultad de elegir, la capacidad de tomar decisiones conscientes de las consecuencias que estas tendrán para nosotros y para los demás.

Cada persona tiene la opción de permanecer cautivo en las dinámicas primitivas de su naturaleza o de trascenderlas, de ponerlas al día, de actualizarlas para ajustarnos a las necesidades del mundo de hoy.

"Tienes un cerebro en la cabeza. Tienes pies en los zapatos. Te puedes dirigir a cualquier dirección que elijas." 

Dr. Seuss.

¿Y cuál es la dirección que debemos tomar? Si la dirección no está en lo externo, en las posesiones ni en las experiencias, entonces es sencillo suponer que la dirección correcta es la interna, en las profundidades de la quietud interior.

¿Y cómo llegamos hacia adentro? ¿Cómo desarrollamos esa capacidad de la que Blaise Pascal hablaba, la de sentarnos en silencio en una habitación sola y disfrutar? Para mi (y ciertamente cada uno puede tener una respuesta distinta, no es mi intención imponer una verdad) es cultivando un estado mental y emocional llamado contentamiento.

El contentamiento no se trata de un sentimiento de felicidad (intenso o no), sino más bien de una sensación de satisfacción con quien somos y en donde estamos. Cuando estamos contentos con nosotros mientras estamos en nuestro estado natural de ser, no necesitamos perseguir estímulos externos (posesiones y experiencias) que nos procuren sensaciones agradables temporales e intrascendentes. No se trata de rechazar todo esto activamente, como si fuéramos huraños, sino más bien actuar desde la comprensión de que nada externo tendrá una impresión duradera en nuestro estado emocional interno, y por lo tanto, no vale la pena perseguirlo con tanto ahínco.

Ahora bien, cada quien tendrá una forma distinta para cultivar el contentamiento. Por experiencia, no conozco muchas maneras, pero si me permitieras un consejo para cultivar este estado, te recomendaría 3 actividades: Meditar, cuidar el contenido que consumes y practicar la gratitud.

Meditar 30 minutos, al menos 3 veces por semana, para descubrir que ciertamente es posible estar en una habitación en silencio, sin hacer otra cosa que explorar y disfrutar de nuestra vastedad interior.

Cuidar el contenido que consumes porque la mayoría de lo que creemos necesitar, viene de la información a la que nos encontramos expuestos. Sobre el tiempo, ese contenido le da forma a nuestras ideas, a nuestras creencias y a nuestras aspiraciones (¿notas como hoy todos quieren tener éxito, como si esa fuera una necesidad natural del ser humano?).

No es posible controlar todo el contenido que consumimos a lo largo de un día, pero si tenemos la posibilidad de elegir que libros leer, que videos ver y que conversaciones iniciar o prolongar. En palabras simples, elige consumir contenido que te ayude a elevar tu comprensión del mundo y de ti mismo, que instale ideas diferentes en ti, que desafíen al estatus quo, porque el estatus quo, hoy, es todo acerca del consumo: experiencias, posesiones y estatus.

Y finalmente, practica la gratitud. Yo prefiero hacerlo después de meditar. Justo al terminar, por unos minutos no hago más que agradecer todo lo que tengo, todo lo que me ha sucedido (lo agradable y lo desagradable, porque hay tanto que hemos logrado aprender de las experiencias difíciles, como para no agradecerles), agradezco por mi familia, y todo lo que me ha de suceder.

La gratitud, implica un cambio profundo de nuestra visión del mundo. Nuestro cerebro está programado para estar constantemente enfocado en los aspectos negativos de nuestra existencia. Esto no es un hecho pesimista, sino más bien, un mecanismo sumamente útil de supervivencia: el cerebro necesita escanear permanentemente el exterior para encontrar riesgos y amenazas reales y sociales, que atenten contra nuestro bienestar y seguridad. Este, de hecho, es el mismo mecanismo que nos permitió sobrevivir y trascender como especie, así que el cerebro es excelente en enfocarse en lo negativo y no en lo positivo.

Practicar la gratitud, implica hacer un esfuerzo consciente para enfocarnos en todo lo positivo que nos sucede, en los pequeños detalles como encontrar un libro maravilloso, disfrutar del aroma del café por la mañana, o de las cosas más grandes, como el hogar que nos mantiene protegidos y la familia que siempre está para nosotros y más.

No se trata de algo superficial, sino realmente de un cambio de patrón mental y, aun más, una evolución de lo que nos fue dado por la naturaleza: el enfoque en lo negativo como un recurso para nuestra supervivencia, por el enfoque consciente de apreciar las cosas positivas que nos suceden, por pequeñas que estas sean.

Cuenta la leyenda que el Buddha se había dado cuenta que los seres humanos nos encontrábamos afligidos por 84,000 engaños y perturbaciones emocionales, de modo que para remediar esto, expuso 84,000 enseñanzas para sanar estas aflicciones.

Estas enseñanzas, de acuerdo a los Budistas, son 84,000 puertas de entrada para el Dharma, el Dharma para ellos, es el camino que los seres humanos deben seguir para obtener la iluminación, para superar nuestra insatisfacción constante y encontrar la felicidad.

El mismo, Buddha, en cierta forma, reconocía que la meditación era uno de los caminos para desengañarnos y alcanzar la verdad. Y aunque a mi me gustaría recomendar, con el mayor de los ánimos, que todos practicáramos la meditación, para superar nuestra constante necesidad de estímulos externos, reconozco que hay una diversidad de prácticas que podemos adoptar para lograr un estado de contentamiento interior, no permanente, sino duradero y estable.

Existe el Yoga, la oración, el ejercicio, la lectura como medio de introspección y autoconocimiento, los ejercicios de respiración (Pranayama), caminatas en la naturaleza y otras formas más convencionales como las terapias psicológicas.

Al final, no importa cual sea el camino que uno elija, sino que tomemos la necesidad de trascender las predisposiciones que nos tocaron por evolución: nuestro apego al placer de corto plazo, nuestra tendencia al poco esfuerzo, nuestra predisposición a la negatividad y al conflicto y nuestra búsqueda de estatus.

Pues nos encontramos aquí, todos atrapados con la obligación de hacer las cosas de otra forma, pues según el estado del mundo, ya de sobra hemos demostrado que abandonarnos a nuestra naturaleza, sin chistar, tiene consecuencias catastróficas, no sólo para nuestra especie, sino para cualquier forma de vida que exista con nosotros.

Por
José M. Reyes